David Luterman es Profesor Emérito del Emerson Colleage (Boston) y director del Centro Thayer Lindsley (Boston) para bebés con discapacidad auditiva y sus familias.

Cuando empecé a trabajar como audiólogo, utilizaba esencialmente el modelo clínico de diagnóstico: por ejemplo, estudiaba con detenimiento la historia clínica del caso, sentaba a un miembro de la familia en la sala de espera mientras realizaba la prueba y entonces «orientaba» dando los resultados de ésta. Mis superiores me advirtieron de que no me involucrara en lo sentimental ya que no era mi responsabilidad. De hecho, había un asistente social entre el personal al que se nos recomendaba remitir a los pacientes si mostraban algún tipo de emotividad. Ya al principio de mi actividad profesional, me di cuenta de que siempre que diera malas noticias a los pacientes, incluso si se lo esperaban, por ejemplo, si explicaba a unos padres que su hijo sufría una pérdida auditiva, sus emociones parecían abrumarles. Poco después de darles las malas noticias, se les llenaban los ojos de lágrimas, asentían y, como descubrí en visitas posteriores, no recordaban casi nada de la información que les había dado. El hecho de que los afectados retengan poca información ha sido bien documentado por Martin y otros muchos. Psicológicamente, cuando algo nos afecta mucho, estamos utilizando la parte derecha de nuestro cerebro y nuestra capacidad cognitiva está limitada. Al entrar en una fase de lucha o estrés agudo nuestra capacidad de absorber información queda restringida. Descubrí que lo más oportuno, especialmente en la primera etapa del diagnóstico, es dar apoyo emocional y después ir administrando la información gradualmente.

Los profesionales que damos ayuda, tenemos la obligación tanto de enseñar (dar información) como de orientar (dar apoyo emocional) a nuestros pacientes. Nuestra responsabilidad de enseñanza es relativamente fácil ya que se ajusta a lo que el paciente espera de nosotros, y es lo que se enseña en la mayoría de los programas de formación.  Para muchos audiólogos, «enseñar» era simplemente «orientar» (Flahive y White, 1982). No se da importancia en los programas de formación al asesoramiento y a la orientación que proporcionan apoyo emocional y, por lo tanto, se ve como algo fuera de la práctica habitual de los profesionales de nuestro campo (Crandall, 1997). La relación de orientación con el paciente no es algo convencional sino que también implica ciertas exigencias para el profesional.  Requiere una escucha profunda y comprensiva. El profesional debe estar dispuesto a olvidarse de sus prejuicios y a escuchar. Su único punto de vista debe ser dejar hablar al paciente, hacerse cargo del difícil momento que atraviesa y, en muchos casos, hacérselo saber. Dentro de la relación de orientación hay que pensar que la sabiduría reside en el paciente y que, por consiguiente, todos los juicios de valor del profesional deben anularse. Debido a esta forma de escuchar sin juzgar, la relación tiene un alto grado de seguridad emocional para el paciente y, por eso, este puede comenzar el proceso de resolver sus problemas.

El profesional debe aprender a oír para dar con lo que le sucede al paciente porque, a menudo, éste no se da cuenta de lo que realmente está sintiendo. Si escuchamos atentamente, podemos descubrir sus sentimientos ocultos y darle apoyo. A menudo los pacientes lanzan «balones fuera» para intentar darnos a conocer sus sentimientos. Al comienzo de mi carrera, en un momento en el que estaba muy centrado en mi propia orientación como instructor, estuve trabajando con una pareja de ancianos. El marido tenía una grave pérdida auditiva y, después de explicarles el audiograma, en medio de la explicación de cómo funcionaba el audífono, la mujer me interrumpió para decir que tenían un problema muy grave. Parece ser que, cada vez que salían de casa, ella tenía que volver dos o tres veces a comprobar si había cerrado la puerta y apagado la estufa de gas. En ese momento, pensé que ese comentario era extraño y estaba fuera de lugar; me limité a asentir y continué con mi «información». Ahora me doy cuenta de que su comentario era un «balón fuera». Creo que estaba intentando decirme que estaba abrumada por la situación; que no era capaz de recordar si cerraba la puerta y apagaba la estufa o no, y yo le estaba pidiendo que manejara un equipo muy complejo. Creo que habría ayudado más a esta pareja si hubiera dejado de informarles y me hubiese concentrado en conocer sus sentimientos. Podía haber intercalado la información que necesitaban a lo largo de las sesiones.

Ser capaz de distinguir el momento apropiado tanto para informar como para orientar es la clave de un auténtico profesional. Discernir entre estos momentos es una aptitud adquirida que requiere sensibilidad y atención. Unos padres, por ejemplo, que preguntan: «¿Qué causó la tartamudez de mi hijo?», no están buscando información. Lo que buscan, o temen, es la confirmación de que ellos podrían haber hecho algo que originara el que su hijo no hable de forma fluida. Casi todas las preguntas relacionadas con las causas suelen tener una implicación de culpabilidad. Muchos padres se sienten culpables en silencio. En principio, estas preguntas necesitan respuestas con información, pero, si las preguntas persisten, se puede ayudar a los padres contestando: «¿Cree que usted hizo algo que causara la tartamudez de su hijo?». Si los padres sienten que están en una relación segura, empezarán a hablar de su sentimiento de culpa. Lo que daría mejor resultado sería decirles: «Comprendo que se sientan culpables del problema de su hijo», lo que muestra comprensión hacia sus sentimientos.

El reino de los sentimientos muchas veces atemoriza a la mayoría de los profesionales de la audición y el habla porque parece muy alejado de su campo de trabajo. Pero no orientar es lo que, en realidad, limita nuestra capacidad de ayudar.  Tener dificultades para la comunicación o vivir con alguien cercano que las tiene, es un motivo suficiente para sentir muchísimas emociones. Existe siempre un sentimiento oculto de pérdida y éste crea ira porque las expectativas de vida se han truncado. Sentirse abrumado por la nueva realidad crea ansiedad y confusión, hay una pérdida de identidad que es una de las marcas del proceso de duelo. Existe siempre un sentimiento de vulnerabilidad. Todos estos sentimientos necesitan expresarse y ser reconocidos. Si no es así, pueden llevar a comportamientos indeseados. Los sentimientos de culpa no expresados, por ejemplo, pueden llevar a la sobreprotección, ya que los padres sienten que si ya dejaron una vez que le pasara algo malo a su hijo, no van a dejar que suceda otra vez. Esta sobreprotección puede limitar gravemente la capacidad del niño para madurar y, muchas veces, interfiere en la relación entre los padres y el terapeuta, hasta el punto que los padres no quieren dejar a su hijo, ni siquiera a cargo de un profesional. Hasta que se conozcan y se solucionen estos sentimientos de culpa, esta sobreprotección contraproducente persistirá.

Debemos permitir a nuestros pacientes expresar sus sentimientos. En un grupo de padres, la madre de un niño al que se le acababa de diagnosticar un problema auditivo me miró y, mientras se sentaba, me dijo: «Me va a hacer llorar».  Yo le respondí: «No. Le voy a dar permiso para que llore» y se echó a llorar. En el mismo sentido debemos, como profesionales, darnos permiso para entrar en el campo del afecto con nuestros pacientes. Lo que me ha ayudado es saber que nuestros pacientes no tienen problemas emocionales, sino malestar emocional, un malestar totalmente lógico en su situación. A todos nos pasaría lo mismo en su lugar. He llegado al convencimiento de que mi misión no es hacer que se sientan mejor, porque hacerlo invalidaría su experiencia. La mayoría de los pacientes llegan hasta nosotros sintiéndose emocionalmente aislados de nosotros, porque piensan que nuestro deber es intentar hacer que se sienta mejor. Normalmente esto se hace intentando solucionar el problema o, si esto no es posible, usando comparaciones positivas. Éstas son el «Podría ser peor, tienes suerte de que tu hijo sólo tenga problemas de audición. Podría estar completamente sordo».  Los padres, con este comentario, no se sienten mejor, sino que siguen sintiéndose mal por tener un hijo con discapacidad auditiva. De esta forma, los padres comienzan a sentirse mal porque se les niega su proceso de duelo y esta situación lleva invariablemente a los padres a no querer expresar sus sentimientos porque piensan que son inapropiados. Sin embargo, cuando alguien escucha su pena y la comprende, se elimina una barrera y el paciente comienza a enfrentarse al problema y a aceptar el trastorno comunicativo.

Por otro lado, a los pacientes no les gusta revelar sus sentimientos. Ellos también han establecido expectativas sobre el rol del profesional, que no incluye necesariamente hablar de sus sentimientos. Lo que podemos hacer es invitarles a hablar de cómo se sienten y, a partir de ahí, orientarles. Cuando ellos respondan con un sentimiento, nuestra escucha profunda, sin juzgar, desencadenará una espiral de intimidad; cuando se sientan a salvo emocionalmente, algunos nos contarán más de ellos mismos y podremos atenuar su soledad; otros pacientes no aceptarán nuestra invitación para hablar de sus sentimientos y eso también es aceptable. El modelo médico a través del cual la orientación se ve como algo separado para hacer después del diagnóstico, es un modelo muy pobre en nuestra profesión. Nunca debemos cobrar por orientar, eso sería inapropiado. En vez de eso, debemos introducir en nuestras conversaciones con los pacientes respuestas de orientación e información. Debemos movernos sinuosamente para que los pacientes no noten que les estamos orientando.

A lo largo de estos años, he aprendido que para ser sano emocionalmente, no hay que responsabilizarse de lo que se siente, sino solamente de lo que se hace. Las emociones deben ser reconocidas y aceptadas, pero no juzgadas. Nuestras acciones pueden ser juzgadas como mejorables o no, pero nunca nuestros sentimientos. Es importante transmitir esta noción a los pacientes y, al hacerlo, mejorará muchísimo el nivel de intimidad en la mutua relación, porque sentirán que hablan de sus sentimientos dentro de una relación de seguridad. Confraternizar con nuestros sentimientos dolorosos es el primer paso para curarlos. Las relaciones que permiten este intercambio de contenido y afecto son, sin duda, las más satisfactorias y duraderas. Maya Angelou, la poetisa, dijo: «He aprendido que la gente olvida lo que dices, olvida lo que haces, pero la gente nunca olvidará cómo les haces sentir».

Con ayuda, estos sentimientos creados por el trastorno comunicativo pueden ser transformados en un comportamiento productivo. La confusión se convierte en un incentivo para el aprendizaje, el reconocimiento de la vulnerabilidad lleva a un reajuste de las prioridades, la ira se convierte en energía para hacer cambios y la culpa se transforma en compromiso.  El duelo se convierte en compasión por el sufrimiento ajeno, especialmente por el de aquellas familias afectadas por discapacidades. Los sentimientos se repiten como acontecimientos desencadenados, pero nunca son tan intensos como lo fueron en los primeros momentos después del diagnóstico. Lo que más necesitan los pacientes es que alguien escuche profundamente y con compasión lo que sienten y  no que prescriban soluciones. La información debe ser dada juiciosamente, cuando las familias estén preparadas para recibirla. Necesitan apoyo emocional dentro de una relación segura, sin  juicios, que les permita encontrar sus propias soluciones para sí y para sus familias. Necesitan empatía, nunca simpatía. No veo los trastornos de la comunicación como una tragedia sino como un proceso poderoso, y si dejo que el proceso siga su curso, sin rescatar a los pacientes de su duelo, estaré promoviendo su crecimiento personal.

Bibliografía:

Crandall, C., «An update on counseling instruction in audiological programs», Journal of the Academy of Rehabilitation Audiologists, 30, 1997 (pp. 1-10).

Flahive, M. y White, S. «Audiologists and counseling», Journal of the Academy of Rehabilitative Audiology, 10, 1982 (pp. 275-287).

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