Magdalena Santolalla, es psicóloga y logopeda, ha sido Coordinadora del Centro de Atención Temprana de la Fundación AG Bell International.
Desde hace más de dos décadas las investigaciones han puesto de relieve que el cerebro del niño, al nacer, es una obra inacabada. Para su desarrollo óptimo depende de la acción del entorno, de la experiencia adquirida, día tras día, en las interacciones verbales con los adultos. Los adultos, desde el comienzo, implican al niño en la interacción, conectan y comparten su mismo foco de atención a la vez que promueven que se turne en el juego y en la conversación. Este estilo de interacción se comienza a instaurar a comienzos del primer año de vida y se convierte con el tiempo en un hábito. No se trata solo de hablar al bebé o al niño pequeño sino de hablar con él. Está comprobado empíricamente que cuántas más interacciones haya en estos primeros años (periodo de máxima neuroplasticidad cerebral), mayores avances se producen en el desarrollo intelectual, lingüístico y socioemocional del niño.
El impacto del entorno lingüístico temprano cobra aún mayor relevancia en el caso de los niños con sordera. No cabe esperar resultados valiosos tras el implante coclear o la adaptación de audífonos sin una estimulación abundante, enriquecida y sostenida en el tiempo que permita la maduración de las áreas cerebrales relacionadas con la audición, el desarrollo de la escucha y el lenguaje hablado.
Niños y padres comparten mucho tiempo durante las rutinas; en ellas se dan numerosas oportunidades para llevar a la práctica las interacciones de ida y vuelta que tanto benefician el desarrollo mental de los niños. Así durante el primer año de vida del bebé, los adultos se convierten en interlocutores eficaces en seguir su foco de atención que, por definición, siempre es cambiante. Es básico que el adulto observe y esté pendiente del bebé y así pueda interpretar lo que éste está queriendo comunicar. Cuanto más sensible sea el adulto al interactuar con el niño, mejor sintonizará con sus intereses, mayor motivación suscitará en él y mayores serán las posibilidades de dar continuidad a esos periodos de atención compartida. Se trata de interacciones positivas, relajadas y en ambiente de juego.
A finales del primer año, el bebé ha acumulado experiencia sobre cómo captar la atención del adulto, hacerse entender y potencialmente todo ello puede dar pie a que las interacciones sean más frecuentes. No obstante, como sabemos, a partir de los 12-14 meses todos los niños, empiezan a ganar independencia a la hora de desplazarse para explorar el mundo que les rodea. Siendo todavía su noción de peligro escasa, intentan hacer las cosas por sí solos y se espera que empiecen a aprender poco a poco a controlar sus reacciones y aceptar pequeñas frustraciones. Aunque el aprendizaje de normas comienza pronto con el establecimiento de rutinas, en esta etapa, los niños han de seguir avanzando y aprender a aceptar unos primeros límites. Muchos de esos límites conciernen a su propia seguridad, -no se tocan los enchufes, no hay que llevarse todo a la boca, no hay que bajar los escalones sin la ayuda del adulto- y tantas y tantas cosas. Otros límites tienen que ver con empezar a enseñar al niño el respeto hacia los demás-los juguetes no se quitan, se piden-.
Durante las rutinas, además de haber oportunidades excelentes para promover la conversación con el niño, hay otros objetivos entre manos. Los padres, ya en esta etapa, empiezan a enseñar a sus hijos lo que sí y lo que no se espera de ellos, a la vez promueven que los pequeños ejerciten habilidades que les permitan ir ganando gradualmente independencia en las comidas -coger la cuchara para que no se derrame, al vestirse, ¬quitarse los calcetines o descalzarse-, en el uso del pañal -permanecer sentado en el orinal-, al prepararse para salir de casa o empezar a colaborar en la recogida de juguetes.
A todo ello se suma, un poco más adelante, entre los dos y los tres años, el hecho de que todos los niños van teniendo mayor conciencia de sí mismos y las normas que están aprendiendo no siempre son aceptadas Esto los lleva a entablar frecuentemente pulsos con el adulto, intentando imponer su voluntad y probando hasta dónde pueden llegar. Ajustarse a las normas implica para el adulto tener que decir no, lo que genera conflictos con los niños.
En el caso de los niños con sordera, aunque en la actualidad son diagnosticados al nacer y la adaptación protésica e intervención se inician pronto, es probable que cuando llegan a esta etapa de autoafirmación, hayan tenido menos oportunidad de desarrollar suficientemente el lenguaje, lo que limita su capacidad de comunicarse, pudiendo dar pie a reacciones de comportamiento de mayor intensidad o bien que éstas se prolonguen en el tiempo.
Estas reacciones de resistencia, oposición, enfado, llanto que, a veces, termina convirtiéndose en rabieta, pueden interferir en lo que el adulto y el niño emprenden juntos en el marco de las rutinas. Si estas reacciones se producen con frecuencia existe el riesgo de que aumente la frecuencia con la que los adultos que conviven con el niño con sordera utilicen el lenguaje con la finalidad de controlar su comportamiento, en detrimento de los ratos de conversación y juego.
En el día a día, ¿qué pueden hacer las familias de los niños con sordera para ayudar a que sus hijos vayan siendo más independientes y aprendan a controlar sus reacciones, a la vez que continúan estimulando su desarrollo mental mediante la interacción verbal? En los párrafos siguientes que vienen a continuación vamos a tratar de reflexionar acerca de algunas pautas de crianza para facilitar a los padres esta doble tarea.
Comenzaremos diciendo algo que es fundamental: para que el niño interiorice las normas que sus padres les están enseñando, éstas deben ser claras y consistentes. Es decir, ante los mismos hechos los adultos han de responder siempre de la misma manera. Dichas normas han de implantarse con firmeza para que así se respeten. A algunos padres les puede costar explicitar las normas con claridad porque piensan erróneamente que poner límites es enfadarse con el niño. Así tratan de evitar el conflicto y postergan la imposición de límites, esperando que las cosas se resuelvan, Esto puede terminar confundiendo al niño. También sucede que, si los padres ceden unas veces sí y otras no, a la hora de hacer valer las normas, los niños no sabrán a qué atenerse y necesitarán probarles más transgrediendo los límites. A veces, a los padres de un niño con sordera les puede costar poner límites a su hijo porque piensan que ya tiene suficiente con tener que convivir con su pérdida auditiva.
También conviene recordar que, a la hora de propiciar la colaboración del niño durante las rutinas, los padres no deben centrarse tanto en qué hacer cuando el niño ofrece resistencia a colaborar haciendo poco caso a lo que se le dice o bien cuando se contraría. Que el niño esté predispuesto a responder cómo los padres esperan, requiere, en muchas ocasiones, modificar lo que pasa antes, más que insistir en qué hacer una vez que no hace caso. Conviene poner condiciones que favorezcan la disposición del niño a responder como se espera de él, siempre teniendo en cuenta su edad. Por ejemplo, el adulto puede anticipar que su hijo pequeño se excita mucho al llegar al supermercado y no parará quieto y por ello decide que la mejor opción es cogerle de la mano y subirle al carro de la compra, ya que así, una vez que se calme, podrán disfrutar juntos de lo van viendo y haciendo. La colaboración del niño en las rutinas también se ve favorecida si se lo anticipamos, hablándole de lo que vamos a hacer juntos antes de empezar. Anticipar es especialmente importante en los momentos en los que el niño está muy centrado en una actividad, ante cambios en la rutina y siempre que se requiere pasar de una actividad elegida por él a otra que implica una pequeña obligación.
Aún teniendo en cuenta todo lo que venimos diciendo, habrá momentos, en los que, a pesar de que se hayan tomado todas las precauciones, el niño puede seguir resistiéndose a colaborar y el adulto ha de seguir haciendo esfuerzos para conectar emocionalmente con el pequeño, poniéndose en su lugar e interpretando qué puede explicar su reacción. En ocasiones, puede ocurrir que es el adulto, quien ha de tomarse un minuto y preguntarse si se está dejando llevar por la presión del tiempo y quizás debe bajar las expectativas acerca de lo que puede esperar del niño en ese momento. Por ejemplo, si la rutina del baño se retrasa y queda todavía por delante la cena y acompañar al niño a la cama, es posible que en ese momento no le pueda pedir a su hijo que colabore al ponerse el pijama como lo venía haciendo días anteriores.
También puede influir, en ocasiones, que el adulto pueda estar actuando de manera inconsciente con un plan secreto («mientras se termina de poner el pijama, aprovecho para recoger el baño y así voy adelantando») o que las distracciones digitales del adulto no estén favoreciendo la conexión con el niño. Si el adulto se hace consciente de algunas de estas consideraciones es más probable que conecte con mayor facilidad con su hijo, reconozca cuándo la rabieta o la resistencia a hacer algo es un capricho y cuándo está expresando una emoción. En este segundo supuesto, es necesario ofrecerle consuelo, a la vez que se establecen límites. Es importante que el adulto transmita calma, empatía, que el niño perciba que el adulto está para ayudarle y acude con la intención de ver cómo se resuelven las cosas. Conviene poner nombre a sus sentimientos, aceptarlos, validarlos. «Ya sé que tienes muchas ganas de ver a los abuelos. Hoy no podemos porque ya es tarde». De esta manera, usted le transmite que entiende y acepta lo que siente, así su hijo se siente comprendido, lo que le ayuda a liberar su emoción.
Volviendo al hecho de que el niño pequeño, en esta etapa, está empezando a ganar autonomía en los hábitos diarios, conviene no olvidar que, todos, adultos y niños, aprendemos mejor cuando nuestro esfuerzo va seguido de un reconocimiento. Se le deben destacar aquellos comportamientos que denotan diligencia y esfuerzo («¡Qué bien ya has empezado!» «¡Bien, ya te has subido el pantalón!» «¡Bien, así, así, así!»). Se ha demostrado que, de esta manera, los niños tienden con el tiempo a creer que sus logros son el resultado de su trabajo y que sus habilidades pueden mejorar si se esfuerzan (Levine, S. et alt.). Como es sabido, sobre todo en los comienzos de aprendizaje de una habilidad, es importante reconocerle cada pequeño avance que se aprecie en la dirección esperada, siempre estableciendo contacto ocular con el niño, acompañado de una expresión facial y entonación apropiadas.
Hasta aquí venimos hablando fundamentalmente del control externo del comportamiento del niño por parte de los adultos, pero, como sabemos, ya desde el primer año de vida los niños gradualmente van adquiriendo habilidades de autorregulación y autocontrol. Como señala Suskind J. (2017), los niños no nacen con estas destrezas, su adquisición se ve influenciada por el entorno. Sus avances van ligados al lenguaje, a mayor desarrollo lingüístico, mejor autocontrol, menor resistencia a incorporar normas y límites y, por tanto, mejor disposición para jugar y conversar.
En una primera etapa la naturaleza clara y directa de las órdenes ayuda a los niños pequeños a aprender normas y comportamientos adecuados. Para favorecer el desarrollo de la autorregulación conviene dirigirse al niño pidiéndole que haga las cosas bien, en lugar de decirle que deje de hacer algo que está mal («Siéntate», en vez de «No te levantes»). De esta manera el niño va aprendiendo a recordárselo a sí mismo para que con el tiempo, sea él quien se lo diga internamente (Divinyi J., 2003). Es probable que en el caso de algunos niños sordos esta primera etapa en el desarrollo de la autorregulación se prolongue más en el tiempo.
Como señala Suskind, J. (2017) las normas también se pueden enseñar mediante sugerencias e indicaciones, así se tendrán en cuenta las aportaciones del niño, sus opiniones o preferencias, lo que facilita la conexión con él niño, permite prolongar la conversación a la vez que se le implica en la toma de pequeñas decisiones. Por ejemplo, el adulto y el niño se preparan para salir de casa: Adulto: «Vamos a salir al parque» «Hace frío» «¿Qué te vas a poner los zapatos o las botas?»; Niño: «Los zapatos»; Adulto: «Creo que es mejor que te pongas las botas porque abrigan más.»
En el día a día no siempre es posible que los padres actúen de esta manera, ya que conlleva mucha energía y un alto nivel de autocontrol. Así, las peticiones directas formuladas de manera clara y directa siguen siendo alternativas adecuadas a las que los padres podrán recurrir en algunos momentos o situaciones, sin que por ello se tengan que sentir culpables. Son esos momentos en los que lo prioritario es ayudar al niño que ponga la razón por delante de la emoción y así responda como se espera de él.
Como señala esta misma autora, también se favorece el desarrollo de la autorregulación, dando a los niños, al menos, una razón de por qué se le pide que haga algo en vez de dar una orden sin más. Además, siempre que surja la oportunidad, conviene ofrecerle modelo de cómo los adultos empleamos el lenguaje para focalizar y guiar nuestra actuación. Por ejemplo, el niño y el adulto se preparan para salir de casa: «Nos ponemos el abrigo, mamá se pone la mascarilla» «¿Dónde dejé la mascarilla?» ¿Estará en la habitación? «¡Ah, ya sé, sí, está allí, está en mi habitación!» «¡La dejé esta mañana al volver!»
En resumen, la disposición por parte de los adultos y el niño para entablar juego y conversación se ve favorecida cuando las pautas de crianza se basan en rutinas, normas claras, las peticiones se formulan al niño de forma directa, se expresan con firmeza, permitiendo, si es necesario, que el niño experimente las consecuencias naturales de no responder como se le pide (termina el plátano y tienes un ratito para ver dibujos animados), además de reconocerle el esfuerzo. Paralelamente, también es fundamental ayudar al niño a avanzar en su capacidad de autorregularse, empleando las indicaciones y sugerencias en la enseñanza de las normas, dándole razones de por qué debe hacer lo que se le pide y ofreciéndole un modelo de cómo el adulto habla consigo mismo para centrar y guiar su actuación.